MARÍA
POLYDOURI: EL GESTO DE UNA DESPEDIDA
por
JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN
(Texto leído en la presentación en Madrid de Los trinos que se extinguen)
Para
empezar, antes de empezar, una frase de James Joyce habrá de darme
pie. Tiene mucho que ver, además, con mi propósito de esta tarde:
“La vida –escribe nuestro dublinés- no está aquí para ser
criticada, sino para ser afrontada y vivida”. Razón por la cual
–me digo- le lengua en la que uno escribe, si ha de ser esa misma
vida (como lo es), también habrá de padecerla en carne propia; de
no ser así, la experiencia no habrá servido de nada. Pero también
quisiera decir, con Joyce, que ése es el modo en que debe entenderse
mi relación con este libro que nos convoca, y que –desde ya- les
recomiendo sin la menor reserva.
EN
DIFERENTES OCASIONES Y EN DIVERSOS lugares, he tratado de señalar (y
de explicar, hasta donde me ha sido posible) por qué en España, en
la poesía española, nos ha costado tanto trabajo bajar el lenguaje
a la altura de su naturalidad, que eso hicieron los poetas helenos
hacia 1920, al optar por el uso del griego demótico en que
escribieron, por ejemplo, Kavafis (aunque aquí lo hayamos leído a
conveniencia,
con vuelo de retórica sentimental) o Karyotakis, que fue un poco más
allá, al lenguaje de la urbe y de la conversación –que tampoco
hemos tenido muy en cuenta aquí, y así nos fue con la modernidad.
Tal vez –lo he pensado mucho- todo se deba a que, entre nosotros,
el habla es también, siempre, impostada y artificial; le ha sido muy
difícil responder a la natural respiración de la palabra. Y lo
digo, no porque suponga un atenuante; se trata, más bien, de todo lo
contrario. Pero sigamos con nuestro cuento: entre esos dos más que
notables poetas griegos y la irrupción, precisamente en 1930, del
Seferis de la renovación y la europeización, quedó semioculta una
voz tanto o más potente (por significativa) que la de cualquiera de
ellos. Pertenece a una huérfana, estudiante frustrada y funcionaria
aburrida de serlo, que responde el nombre de María Polydouri. En un
momento dado, rompe su turbia y turbulenta historia de amor con el
angustiado y pesimista Karyotakis; cree, de pronto, haber encontrado
su sitio en París, pero la devoradora tuberculosis la devuelve a la
carencia constitutiva de todo ser y regresa derrotada a Atenas, en el
28, para –recluida en el sanatorio Sotiría- recibir a la muerte
apenas dos años después.
Relevante
me parece el hecho de que los únicos dos libros que nuestra poeta
llegó a publicar –Los
trinos
que
se extinguen
y El
eco del caos-
sean de 1928 y 1929, respectivamente. Una palabra, la suya, urgida a
darse, por lo que se ve, en la desembocadura de la existencia: “este
final, donde mi vida/ declina amarga y yerma”. Pero una palabra,
también, que es por encima de todo voz –sonido- algo que se dice
al aire, que allí queda por un instante y, casi al tiempo de
decirse, se deshace o disuelve. La poesía como la música, pero
también como el amor: no hay para qué buscarle un estuche de
escritura donde deba permanecer bien guardada; el caso es darla, aun
a riesgo de dar la vida en ella. Por lo mismo, quisiera subrayar que,
si nos ha sido dado oír
a María Polydouri tal cual, por la atenta mirada y el fino oído de
Juan Manuel Macías habrá sido. Su traducción es ejemplar,
precisamente por esto: ha tenido muy presente –y se ha cuidado
mucho de- que el compás
que domina en la poesía española no impida que oigamos esta voz
singular tal cual es –para mí, al menos, un verdadero
descubrimiento. Dije, apenas unas líneas atrás, que huérfana
nuestra poeta; acabo de referirme a su voz en aire envuelta y
disuelta, lo que precipita su palabra –“como un hilo cortado”,
ha escrito- en la soledad, en el vacío. Pero, también frágil y
enferma esa muchacha, desarraigada; para quien el amor nunca fue
cauterio –al margen de toda interpretación, mediática diríamos
hoy; falseadora, en consecuencia, de su biografía. Lo apunta
también, y muy oportunamente, su cuidadoso lector y traductor.
Cómo
podrá extrañarnos, entonces, la madurez con que se nos ofrece la
poesía de esta mujer que, con tan pocos años, conoce todas las
pérdidas pero se resiste y no renuncia. Así lo dice: “sin querer
me he visto interrogando/ acerca del sentido de las pérdidas”. No
sólo hay que tener coraje para ello (fe y fuerza la mantuvieron viva
frente a la incertidumbre y debilidad de los hombres que la amaron);
hay que tener el pulso bien templado de la sabiduría: voz, la suya,
que no tiembla; palabra que nunca titubea… Esto me parece
primordial en la poesía de María Polydouri; esto le otorga su
indiscutible singularidad a la cual he hecho referencia. Merece
–además- una breve reflexión. Saquemos a nuestra poeta de sus
contextos; vengamos a algo que con su proverbial agudeza nos
explicara otro sabio a quien, por sabio, parece habérsele dado de
lado. Esto escribe José Bergamín. “Es al que se
queda
al que todo le
sucede;
al que se está quieto; porque lo dramático del hombre es estarse
quieto: es quedarse (…) Lo que le
pasa
al hombre puede ser trágico, puede ser cómico: lo que le
sucede
es siempre dramático”. Y ésta es, precisamente, la situación que
encara María Polydouri: un tenso dramatismo sostiene su poesía; al
aferrarse a la palabra, nuestra poeta se afirma en agonía
–en lo que por tal entendió, y como tal nos enseñó, quien supo
muy bien qué era eso, nuestro Miguel de Unamuno.
En
todos estos poemas, Maria Polydouri se atreve y da, siempre, un paso
más allá del límite. Al hacerlo así, se pone a prueba ella misma
para interpretarse, para explicarse, y ello la obliga a asumir la
existencia como algo que no se limita a la mera circunstancia
histórica (lo que pasa), sino que acoge también lo que sucede en su
aquietamiento. Por ello, en vez de esa truculencia –tan habitual
entre nosotros, y de la que tenemos muestra muy reciente- que hace
del poeta espectáculo y olvida que la poesía es cosa seria, nuestra
escritora opta en todo momento por la verdad; y el tiempo, entonces,
vuelvo a Bergamín, en vez de ajustarse a una historia contada, “nos
traspasa de permanencia”. Incluso para mí, que tanto lo he
repetido, me suena –ahora, cuando escribo- a maximalismo impulsivo;
aunque, apenas vuelvo sobre ello y me paro un poco a pensar, me rindo
a la evidencia de que no, de que tenía y tengo razón: todo esto
se acabó para siempre en los años treinta; cuanto ha venido después
–condicionado por ideologías y economías varias- apenas ha sido
redundancia, si no perversión de lo mismo. Preguntaría –y no sólo
en el caso que ahora nos ocupa- dónde, después, hallamos una
reflexión como ésta, o como la de Marina Tsvetáieva (que nos hizo
compañía mientras leíamos a Polydouri), en tan corto tiempo de
vida, sin que la palabra se le vaya de las manos a la poeta, sin que
caiga en el menor desliz: “El mal nativo anida en medio de mi
alma./ y soy la vida, y soy el caos, y nada espero de la suerte
bufa”. Sobrecogedor, ¿no les parece? Pues les advierto que todo
ello se hace aun más perentorio en poemas que –seguro- no les
pasarán inadvertidos, como “Contigo” o –de manera muy
particular- “En mi casa…”.
JUAN
MANUEL MACÍAS ESCRIBE QUE, EN LA Polydouri, hay “una invencible,
resignada inclinación hacia la muerte”. Pero qué muerte, será
preciso preguntar. Sobre todo, cuando la poeta habla de esa “mañanita
melancólica” –con diminutivo de tan intencionada como irónica
agudeza. Porque no podemos hablar aquí, si seguimos con Bergamín,
de una inclinación trágica, en la cual el patetismo sienta sus
reales; esta poesía establece, más bien, una sabia distancia en la
cual se instala la vida aunque sin perder, en ningún momento, la
conciencia del morir. Distancia determinada por la constante
interrogación, por ese diálogo implícito que permite a la poeta
(que nos permite) salir de sí y ver qué: verse, vernos, mientras
cumplimos la existencia. Lo dramático que ya señalamos, ahora en su
más abierta manifestación. Esta poesía realiza la vida por encima
de la condena,
de las carencias que cómo vamos a eludir si nos identifican como
seres humanos: alianza
a la cual nos remitiera, en su momento, Claudio Rodríguez. Darse
como inmolarse, pero en la memoria que es la verdad, no en la
historia, su torpe sucedáneo, cuando no su máscara interesada; la
memoria, insisto; restos del ritual que hace la vida: “Ven, dulce,
aunque la noche llegue/ y la oscuridad no sea grata;/ una difusa
corona de estrellas/ te ceñirá mi amor”. A lo que se suma –en
el poema titulado “Sotiría”, por cierto- la inquietante
presencia de aquel gato que Borges quiso que se apareciera a su
protagonista, camino del Sur: “Y aunque yo no lo aguarde ha de
venir (lo sé)/ el gato aquel que va de ronda./ Un gato que ignora lo
que es una caricia,/ y ni la da ni te la pide”.
Y
lo mismo que antes dije que en la poesía de María Polydouri no hay
cuento
de lo que pasa, sino que discurre por el tiempo sobresaltado de la
memoria que traspasa de permanencia, habré de decir ahora que la
poeta no habla con otros, que lo hace con el poema, con el hecho
mismo de escribirlo y de hallar, mientras lo escribe, su propia forma
poética, ajena por completo –en sus fundamentos- a patrones y
modelos identificables. Vemos el poema y decimos: tal vez, muy
convencional. Pero leemos y, entonces, la rara naturalidad de su
palabra (de su respiración, de su espíritu) nos incomoda ya, nos
saca del quicio en que estamos instalados: “Mi respiración.
Vuestro aliento:/ no sé cuál os abatió los pétalos…/ cuál
extinguió la luz en mis ojos…”. El lirismo intenso e
indiscutible de estos versos contradice, a cada paso, la idea
predeterminada que del lirismo tenemos, la que solemos utilizar –con
tanto descuido como indolencia. Su singular contención nos advierte
de que eso –en esta poesía- es otra cosa. Y la sintaxis –con sus
giros inesperados- viene a aportar toda la carga de la prueba para lo
que el poema quiere –debe- significar. Prosa y verso andan en él a
porfía, en entrega mutua, para que no nos quedemos anclados en una
misma viciosa reiteración. En la noche ha de cumplirse aquel diálogo
que decíamos; en una noche que “llega/ así de suave, como un
caricia, para tocarme/ y arrastrar mi pensamiento poco a poco/ hacia
la oscura, interminable callejuela/ donde todas las dichas están
aguardando mi tránsito”. Porque ella, la noche, es el espacio
natural de la búsqueda y de las revelaciones: entre la una y las
otras, la poeta avanza atenta siempre a la sensualidad violenta de
una herida “que sorbe mi juventud y me deshace”.
¿Pero
ese deshacimiento es, acaso, el final? Final, digo, del trayecto que
el poema determina, o –si se quiere- del caminar de la existencia
que sacude a la poeta en su fragilidad, en su orfandad… Desde luego
que no. Quede claro: este desvío que señalo no se trata de un mero
recurso retórico; la palabra de la escritora no nos deja margen para
la duda: “la luz sagrada de otro mundo es la que flota,/ percibo
cierto aire que llega trasmundano,/ que ni
me llora ni se queja:/
simplemente parece llevar algo escondido”. Subrayo. Porque llanto y
queja contradirían aquí lo esencial: la demasía hacia la cual
Polydouri tiende al afrontar su experiencia poética, nunca desligada
de su quiebra existencial, la conduce –y a nosotros con ella- hasta
algo sagrado, sí, y también trasmundano; pero ambos son familiares
de lo secreto que ella pueda, que nosotros podamos con ella,
desvelar. Por eso, nunca es algo cierto; sólo parece que hacia allí
tiende la palabra. A estas alturas de lo dicho, podría parecer
redundancia, y hasta se halla meridianamente claro en estos versos;
pero considero necesario volver, siquiera por un momento, a lo que
señalaba acerca de la contención sintáctica del lirismo: en una
encrucijada decisiva de la experiencia –existencial y poética-
contenida en este libro, la sintaxis notablemente impregnada de prosa
crece poéticamente, sin embargo, como nunca esperaríamos quienes
tenemos el oído hecho a la “quincalla barata” de la que hablaba
Juan Manuel Macías. Yo cerraría estas reflexiones con una
afirmación que María Polydouri hace, y no por casualidad, en el
último poema de este libro; titulado “Fiesta”, a mayor
abundamiento. Esto escribe: “Después pedirán una canción, si
acaso/ esperan una pálida alegría;/ pero mi canción será tan
cierta/ que quedarán confundidos y en silencio”. Así he quedado
yo tras mi lectura: confundido, pido más; pero en silencio, al modo
reverente de la oración, sin el menor alarde de retórica. Si en
alguno he incurrido, espero que la propia poeta (y todos ustedes,
desde luego) sabrán perdonarme.
María Polydouri, Los trinos que se extinguen. Edición bilingüe de Juan Manuel Macías. Madrid-México, Vaso Roto Ediciones, 2013 |
Octubre,
2013