jueves, 13 de junio de 2019

De poetisas

Comentaba el otro día con alguien sobre el rechazo que me causa la palabra «poetisa». Y es curioso, porque el cultismo parece inofensivo y hasta suena como a algo prestigioso y nada vergonzante. Pero ahí está el problema, en que sólo lo parece. Con esta palabra hay algo raro, como un extraño tufillo que no acabamos de identificar y que nos incomoda. Es como esas situaciones de la vida en que todo tiene visos de ser idílico: el entorno, la compañía, etc, y sin embargo no dejamos de mirar de reojo el reloj para poner pies en polvorosa. Por fortuna, la palabreja ya está prácticamente en desuso en el habla común y corriente, y tan sólo queda relegada a a algunas voces engoladas (no me extrañaría nada que Pérez Reverte la emplease alguna vez volviendo de alguna cruzada o de tomarse unos chatos en el bar de la esquina) o a ciertas trincheras del academicismo rancio. Pero por qué, por qué me crispa tanto «poetisa» si es una palabra tan elevada. Precisamente, porque su pecado discurre por las alturas. Sus cuatro sílabas cierran ese campo de concentración de lo puro, lo inmaculado y lo etéreo donde el hombre tan a menudo ha querido ver encerrada a la mujer. A Safo, sin ir más lejos, aún se la sigue nombrando como «la gran poetisa griega». La gran poetisa a la que siempre tenemos el deber de normalizar. Empresa harto difícil, pues siempre aparece una vía de agua cuando creíamos que ya todo estaba bajo control. Por ejemplo, a mediados del siglo pasado, cuando en un desvencijado papiro de Oxirrinco que contenía un fragmento sáfico casi ininteligible se pudo leer de pronto la palabra griega ólisbos. Legiones de filólogos con corbata o pajarita se echaron las manos a la cabeza. Cómo podría escribir eso la «regente de un pensionado para señoritas de buena familia», como así dictaminó de Safo (y probablemente entre ocultas palpitaciones) el imponente Ulrich von Wilamowitz. Incluso don Manuel Fernández Galiano, helenista por el que siento el mayor de los respetos, y que tanto fustigaba estas conductas bochornosas de los adalides de la «cuestión sáfica», no ocultaba su decepción ante la posibilidad (más bien ya evidencia) de que la cantora de las flores y del amor usara una palabra como esa. Y no sólo ya la palabra, sino, en soledad o en compañía, lo que la palabra designaba y que en castellano actual podríamos traducir por consolador. Don Manuel concluía en que, al fin y al cabo, es un fragmento ininteligible, y se nos escapa el contexto en que la palabra fue empleada. Pero —¡ay!— volvemos a caer en la trampa: ese inagotable afán de contextualizar siempre, siempre a Safo y a su poesía. Y hablando de artificios para consolar, tal vez esto sea el consuelo que muchos siempre buscan: una Safo que puedan comprender y encerrar (aunque luego estén los Willamowitz espiando por el ojo de la cerradura).